QUERIDA FAMILIA:
Hoy me dispuse a la tarea de limpiar la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Todavía tiene 221 mensajes que no he borrado, a pesar de ya los he leído. Eso quiere decir que tango algo pendiente con ellos. Y decidí resolver esos pendientes. Está probado que resolver los asuntos pendientes, especialmente si son muy antiguos, aumenta la tranquilidad y la cordura. Y eso quería yo. Especialmente mas cordura.
Vaya… no pude llegar muy lejos.. me encontré con el material que nos envió Alberto Mario, con su envidiable habilidad para documentar, en 07/02/2007. Se trata de la mención que hizo Consuelo Araujo Noguera en su libro “Rafael Escalona, el hombre y el mito”, editorial Planeta 1988, del Hotel América. Les transcribo unos párrafos de este material con el fin de reforzar la idea de la entrada de ayer.
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Pág. 86) Dos sucesos especiales iban, además, a jalonar ese año 1945 como uno de los mejores de toda su vida y el comienzo de la etapa más fecunda de su obra musical. Inesperadamente, a principios de marzo atravesaba el parque para ir a la tienda de don Juan Arregocés, cuando se tropezó a boca de jarro con Poncho Cotes, que salía con Alfonso Murgas de la casa de don Carlos Murgas. Se saludaron a gritos, se abrazaron, se volvieron a abrazar y después de la euforia del tropezón Poncho le contó que estaba en Valledupar porque lo habían nombrado profesor de la Escuela de Artes y Oficios, donde dictaba clases de Geometría desde hacía una semana. "Haberlo sabido para matricularme yo también" —le comentó Escalona— y él respondió con una de sus carcajadas gigantescas que atronaron la tarde.
¿De modo que Poncho Cotes estaba en el Valle? ¡Qué cosa tan buena! Y, para mejor, como profesor de tiempo completo en la Escuela de Artes. Y ahí en la escuela —le había dicho Poncho— también estaba de profesor Enrique Luis Egurrola, un amigo oriundo de San Juan del Cesar, ebanista innato, cuya destreza con la madera lo había convertido en un experto fabricante de guitarras que se vendían como extranjeras en el mismo puerto de Riohacha. Pero, sobre todo, Egurrola no sólo construía guitarras perfectas sino que las sabía tocar a la perfección y cantaba bien. También cantaba, sí señor. Mejor dicho, ¡caramba!, Enrique Luis era otro de la misma cuerda que estaba en el Valle. Buena noticia. Excelente descubrimiento que, lógicamente, había que celebrar cuanto antes.
Y ningún sitio mejor para el festejo que el Hotel América que en La Paz administraba don Pacho Mendoza.
Construido a principios de 1940 por don José María "Chepe" Romero, que llegó desde Soacha (Cundinamarca) con su hermano Avelino a buscar la vida en estas tierras de Dios, el hotel, que en un principio tenía otro nombre, no demoró en acabar convertido en e! epicentro de las reuniones de la bohemia grande que años después floreció en la Provincia
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Pág. 93)Don Chepe Romero, fundador y primer propietario del Hotel, fue un hombre industrioso e incansable. Un día alquiló la casa de al lado que tenía por patio un solar sin límite por donde deambulaban manadas de cochinos, burros y caballos. Compró los cochinos y los mandó para Venezuela; castró los burros y los puso a coger agua en latas para venderla en el pueblo; engordó los caballos y les buscó ocupación y cercó el solar con paredes de ladrillo, y contra la pared del fondo hizo enterrar dos gruesos listones de carreto sobre los cuales extendió varios metros de popelina blanca bien templada sobre la que comenzó a proyectar cine en jornada continua desde los ocho hasta las doce de la noche. cuando los pacíficos, con el ojo claro y las expectativas intactas, salían zurumbáticos a recostarse en sus camas pendiente las 24 horas que aún hacían falta para volver al solar y constatar si al fin Tantor, el elefante sobre el cual se desplazaba Tarzán en la selva, lograba alzar a Jane con la trompa en el momento preciso en que ese tigre enorme iba a devorarla.
Pero no fue solamente el cine. También organizó veladas de teatro y hasta un afortunadamente fallido intento que tenía el desabrido propósito de introducir la música andina entre la gente La Paz.
Cuando ese gran señor que fue don Francisco Pacho Mendoza y su esposa América Egurrola adquirieron el hotel, ya este tenía, pues, su aureola propia como polo de atracción comercial, social y cultural. La otra característica de lugar predilecto de los grandes parranderos la iba a adquirir gracias, en parte, a su dueño y en parte también a que Ramón “Monche” González y Gregorio “Goyo” Manjarrés, se instalaron a vivir ahí y se dedicaron a secundar entusiastamente las iniciativas festivas del propietario y de los que allí llegaban.
Las convocatorias permanentes en torno a la música y a esa etapa dorada del folclor que estaba produciéndose en esos tiempos, sin que ninguno de sus protagonistas se percatara siquiera de la trascendencia de ese suceso, tenían lugar en el Hotel América, que terminó convertido en una noria musical, a cuyo alrededor giraban los grandes de la época. En un modesto corredor presuntuosamente llamado bar se reunía un día sí y otro también la barra de Villanueva ya descrita a la que se acababa de sumar un nuevo integrante que iría a dejar una huella imborrable en la vida de Escalona y de su obra: Silvestre “El Tite” Socarras, a quien conoció en un burdel en el Valle, en medio de una gresca fenomenal en la que el fornido muchacho villanuevero repartía trompadas a diestra y siniestra, dejando un reguero de policías y clientes descalabrados y de muchachas marchitas dispersas por las calles en paños menores.
También iba la barra de San Juan, que la formaban Enrique Luis Egurrola, que disfrutaba del privilegio adicional de ser cuñado de Pacho, lo que le daba derecho a per¬noctar en el hotel sin pagar un centavo cuantas veces le provocara, Lucho Rois, Juan Brugés, que era un verdadero ángel con la guitarra, César “Checha” Urbina, Santos Giovanetti, Arturo Mo¬ina, Rodrigo Lacouture y un contertulio especial, dotado de un chorro de voz limpia y argentada que le permitía medírsele con propiedad a lo que fuera: corridos mejicanos, boleros de Cuba, tangos, pasodobles de España, romanzas de Italia y hasta a las arias de las óperas que habían embelesado a la Europa de la preguerra y que también se escuchaban por estas tierras de Dios. Tal era el timbre y el ritmo de sus prodigiosas cuerdas bucales, que los amigos y entendidos le dieron el sobrenombre de "jilguero de oro". Se llamaba Fernando Daza pero todos le decían cariñosamente Tatica.
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NOTA: Enrique Luis Egurrola era hermano de Meca. por eso lo nombran como cuñado de Pacho.